El otro día, soñé con relaciones fallidas.
Viejas amistades a las que solía frecuentar.
Parejas de amistades que entre cerramos puertas, o cerramos puertas con candados.
Con mis propios padres.
El otro día, soñé con mis padres jóvenes y aún casados.
Recuerdo que me volví pequeña.
Pequeña de tamaño, no de edad.
Papá manejaba mi coche y mamá iba de copiloto como en los viejos tiempos.
Yo, en la parte de atrás, sintiéndome segura, cálida, amada, pero pequeña.
El otro día, soñé con relaciones fallidas.
Tres, cuatro, cinco relaciones fallidas en un año.
Infinitas relaciones en el ciclo de la existencia.
Absolutamente cada una de ellas me regresa a mí.
Absolutamente cada una de ellas se lleva algo de mí.
Absolutamente cada una de ellas me regresa a la belleza de habernos compartido.
Absolutamente cada una de ellas me regresa a la vergüenza de lo entre dicho, lo no dicho y lo dicho.
El otro día, soñé con relaciones fallidas.
Mi terapeuta dice que todos los personajes en el sueño son el soñante.
Me quedo con la complejidad de lo que nos forma. De lo que nos componemos.
No estoy soñando con relaciones fallidas.
Estoy soñando con mis propias grietas.
Las puedo ver, las puedo tocar, las puedo acariciar.
Estoy soñando con mi vergüenza.
Estoy soñando con mis culpas.
Estoy soñando con mi sentido de anhelo.
Estoy soñando con mi duelo.
Estoy soñando con la persona que dejé de ser.
