El verano del 2004 lo recordaré como uno de los más entrañables de mi vida y lo tendré en mi memoria por siempre.
Aquel verano, además de graduarme de la prepa, me esguincé el tobillo izquierdo en casa de los Bullés, justamente, festejando nuestra “graduación” Oscar, Argelia y yo.
Fue aquella esguince la que me paralizó por completo el verano, pero también la que me acercó muchísimo a Valis. La que estableció un tiempo y un espacio determinado en nuestra relación.
Iba a mi casa casi a diario. Recuerdo que me llevaba “Cinnabons”. Unos roles de canela que eran una grosería de azúcar pero que me animaban el alma por la falta de movilidad que tenía.
Escuchábamos viniles en el estéreo viejo, nos compartíamos discos, veíamos películas, veíamos los Simpson, cenábamos y nos reíamos mucho, siempre nos reíamos. Nos construimos pues, una cotidianidad. Una cotidianidad que, viendo en retrospectiva, fue crucial para el rumbo que poco a poco fue tomando mi vida.
Dentro de las cosas que me compartió, por aquello del aburrimiento, me llevó libros como la tira completa de Calvin y Hobbes y libros de arte. Incluso, intercambiamos cartas por correo postal. Me decía que estaba harta de la inmediatez del correo electrónico y pensaba que se había perdido la magia de la espera y de la sorpresa a través del correo postal. Nos intercambiamos cartas ilustradas, otro tiempo y espacio paralelo al que configuró nuestra relación. Pero de todo aquello que me compartió, lo que más atesoro, además de su presencia absoluta, es esta simple y bella taza de té.
Me hizo mucho énfasis “su función es únicamente tomar el té”. Aunque he de confesarle que la he usado para diluir la tinta china de mis dibujos. La hizo en el tiempo que trabajaba en el taller de cerámica con Naoko.
Recuerdo el impacto que a mi versión adolescente le causó recibir tal regalo. Pues entendí que era una pieza única, una pieza hecha por sus manos, una pieza que hablaba mucho sobre la persona que la creó.
Entendí que tocarla, implicaría tocar sus manos, sus huellas dactilares, una y otra y otra vez.
Me sigue acompañando, diluyendo la tinta de mis dibujos.
Me sigue acompañando a trazar.
Me sigue acompañando a crear.
Nadie me dejará mentir, Valis era esa persona que siempre te recordaba el valor de la creatividad y que siempre te recordaba el propio potencial creativo. Especialmente cuando a muchos de nosotros nos pasaba desapercibido dicho potencial.
Me lo recordó, por ejemplo, aquella vez que improvisamos todes juntes en el Garage, o cuando recién comencé a estudiar la carrera, o cuando me gradué y me acompañó en mi exposición de arte correo.
Pienso en Valis como una fuerte influencia en mi vida, como un ser que brillaba muchísimo.
Pienso también, en que ese brillo que la caracterizaba, provocaba que las personas a su alrededor también brilláramos.
Pienso en la magnitud de su influencia en mi vida, pero sobre todo, pienso en que ese impacto que tuvo en mí, fue replicado en casi todas las personas que conoció a lo largo de su vida. Así era ella. Lo abarcaba todo, lo compartía todo, lo creaba todo.
En esta tacita, no sólo la veo a ella y al verano del 2004, sino que veo todo el potencial de una persona que abarcó a muchas otras a través de sus múltiples creaciones y a través de su vida misma.
Espero que, en donde quiera que se encuentre, siga creando, siga brillando, siga influenciando y siga expandiéndose como la foto del universo que sus hermanas, Lili, Ale y Lore, usaron para la invitación de su misa. Mientras tanto, sigamos diluyendo nuestra tinta en sus tazas, poniendo flores en sus floreros y dándole play a sus canciones. Celebremos su vida, sus creaciones y todo el amor que dejó dentro de nosotres, que pocas veces la vida nos da la oportunidad de coincidir con personas así de expansivas.



